Diplomas, Desigualdad y Democracia: Cómo la Brecha Educativa Moldea la Política en Estados Unidos
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Un país dividido por el diploma
La política estadounidense se ha visto marcada, en los últimos años, por una tensión profunda entre dos mundos que parecen cada vez más distantes: el de los graduados universitarios, con títulos de prestigio en sus manos, y el de aquellos que no pasaron por la educación superior.
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Este conflicto, más que una caricatura, ha sido identificado como una de las claves culturales detrás del auge del populismo, particularmente del representado por Donald Trump.
El ataque constante del expresidente Trump a instituciones como Harvard no puede explicarse solo por razones ideológicas superficiales.
Aunque públicamente se ha dicho que responde a acusaciones de antisemitismo, más de 600 académicos de dicha universidad –incluidos muchos judíos– han desmentido ese argumento.
Detrás de esa narrativa, hay una estrategia más profunda: utilizar a las universidades como blanco político para alimentar el resentimiento de una parte importante del electorado que se siente excluida por el sistema educativo elitista.
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El populismo como reacción cultural
Durante décadas, se ha construido en Estados Unidos un relato donde los títulos académicos representan no solo el acceso a mejores oportunidades laborales, sino también un símbolo de estatus moral y social.
Quienes han logrado graduarse en universidades prestigiosas tienden a ser percibidos como los “ganadores” del sistema. En cambio, quienes no han pasado por esas instituciones sienten que se les ha dejado atrás, tanto económica como culturalmente.
Este fenómeno ha sido documentado en libros como Polarized by Degrees, donde se muestra cómo la llamada “brecha de diplomas” ha transformado la política estadounidense.
Hillary Clinton, al referirse a los seguidores de Trump como una “cesta de deplorables”, reforzó sin querer esa división. La política progresista, al asociarse con lo universitario, ha terminado alienando a millones de ciudadanos que ven ese mundo como ajeno y hasta hostil.
Mérito, moral y modernidad: el dilema liberal
Durante gran parte del siglo XX, los liberales defendieron un modelo de redistribución económica basado en la igualdad de oportunidades.
Sin embargo, en las últimas décadas, ese modelo se ha transformado. A raíz de las críticas conservadoras al “estado benefactor”, surgió entre los progresistas una postura que proponía ofrecer ayuda solo a quienes la “merecen”.
Esta visión fue respaldada por los llamados “igualitarios de la suerte”, una corriente de pensamiento que distinguía entre desigualdades originadas por circunstancias ajenas a la voluntad (como el lugar de nacimiento o el nivel socioeconómico) y aquellas derivadas de decisiones personales. Según esta lógica, la justicia social debía corregir lo primero, pero no necesariamente lo segundo.
A pesar de sus buenas intenciones, este enfoque ha contribuido, sin querer, a reforzar una cultura del mérito que fácilmente degenera en arrogancia.
Como bien lo expone el filósofo Michael Sandel, los ganadores del sistema tienden a atribuir su éxito únicamente a su esfuerzo, olvidando la suerte y las circunstancias favorables que los acompañaron.
Al creer que “merecen” todo lo que tienen, es fácil que también crean que quienes no lo tienen se lo han buscado.
La revancha de los olvidados
No es casualidad que muchos de los votantes que apoyaron a Trump provengan de sectores sin formación universitaria.
Tampoco es coincidencia que esos mismos ciudadanos se sientan despreciados por las élites académicas.
El discurso meritocrático, aunque diseñado para premiar el esfuerzo, se ha percibido como un instrumento para excluir y deslegitimar las aspiraciones de quienes no tienen títulos.
La falta de respeto simbólico –más que la falta de oportunidades económicas– ha sido uno de los motores más potentes del descontento político.
Ser tratado como incapaz, como víctima pasiva o como ignorante, genera una herida que no se cura con discursos inclusivos ni programas sociales.
¿Qué soluciones existen?
La primera solución no puede ser, bajo ningún concepto, destruir las universidades o socavar su legitimidad. Por el contrario, las instituciones de educación superior deben asumir mayores responsabilidades en términos de inclusión y meritocracia real.
Propuesta | Descripción |
---|---|
Revisar criterios de admisión | Muchas universidades prestigiosas continúan favoreciendo a hijos de exalumnos o deportistas de élite, perpetuando la desigualdad estructural. |
Eliminar privilegios heredados | La sobre-representación del 1% más rico en las universidades más exclusivas evidencia que el mérito no es el único factor determinante. |
Reconocer el mérito técnico | Valorar el trabajo manual y los oficios como vías legítimas hacia el éxito social, no solo los diplomas académicos. |
Manuales, coderas y algoritmos
Durante décadas, la tendencia fue clara: quienes dominaban habilidades de oficina o conocimientos digitales ganaban más que quienes trabajaban con sus manos.
Sin embargo, esta tendencia está cambiando. Con el avance de la inteligencia artificial, muchas profesiones tradicionalmente bien remuneradas –como la abogacía, la medicina diagnóstica o la programación– se están automatizando.
En cambio, profesiones como la fontanería, la enfermería geriátrica o la atención domiciliaria, difíciles de automatizar, ganarán protagonismo y mejores remuneraciones.
El valor del trabajo manual volverá a subir.
La importancia de la humildad
Uno de los factores que más contribuyen a cerrar la brecha simbólica entre los titulados y quienes no lo son es la honestidad.
Reconocer que el éxito académico y profesional no se debe exclusivamente al mérito, sino también a la suerte y al contexto, es un acto de humildad necesario.
El propio autor del artículo, exprofesor de Harvard, admite que sin una serie de “golpes de suerte” no habría llegado donde está. Ocultar ese hecho sería negar el lema de la propia universidad: Veritas (la verdad).
Reconciliar el sueño americano con la justicia social
El dilema del progresismo contemporáneo es profundo: si se minimiza el mérito, se traiciona el sueño americano, basado en el esfuerzo y la superación; pero si se glorifica el mérito sin cuestionarlo, se legitima un sistema que abandona a millones.
Por eso, se propone una tercera vía:
-
Reforzar la movilidad social, sin condescendencia.
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Redefinir el mérito, para que incluya tanto la formación académica como las habilidades prácticas y humanas.
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Despolitizar la educación, evitando convertir las universidades en trincheras ideológicas.
Conclusión: hacia una sociedad de iguales
No se puede retroceder en la apuesta por la educación como motor de progreso.
Pero sí se debe avanzar hacia una sociedad donde el respeto no dependa del diploma.
Tratar con dignidad a quienes no fueron a la universidad, valorar el esfuerzo sin idolatrarlo, y construir políticas que reconozcan la diversidad de talentos son pasos esenciales para cerrar esta dolorosa brecha social.
El reto no es solo político, sino moral. Y la respuesta no vendrá con menos fe en el mérito, sino con una fe más justa, más humilde y más compartida.